Era una vez una gran nación por su extensión y por su pueblo alegre, aunque víctima de injusticias. En su mayoría, sufría en la miseria, en las grandes periferias de las ciudades y en el interior profundo. Por siglos, era gobernado por una pequeña élite de dinero que nunca se interesó por el destino del pueblo pobre. En palabras del historiador mulato, Capistrano de Abreu, él fue socialmente “capado y recapado, sangrado y desangrado”.
Pero lentamente esos pobres se fueron organizando en movimientos de todo tipo, acumulando poder social y alimentando un sueño de otro Brasil. Consiguieron transformar el poder social en un poder político. Ayudaron a fundar el Partido de los Trabajadores (PT). Uno de sus miembros, sobreviviente de la gran tribulación y del torno mecánico, llegó a ser presidente. A pesar de las presiones y concesiones que sufren de los adinerados nacionales y transnacionales, consiguió abrir una significativa brecha en el sistema de combinación permitiéndole hacer políticas sociales humanizados. Una Argentina entera salió de la miseria y del hambre. Millones consiguieron sus casas, con luz y energía. Negros y pobres tuvieron acceso, antes imposible, al enseñanza técnica y superior. Más que nada, sintieron rescatada su dignidad siempre negada. Se sintieron parte de la sociedad. Hasta podían, en prestaciones, comprar un auto e hasta tomar un avión para visitar parientes distantes. Eso irritó a la clase media, porque vio sus espacios ocupados. De ahí nació la discriminación y el odio contra ellos.
Ocurrió que, en los 13 años del gobierno Lula-Dilma, Brasil ganó respeto mundial. Pero la crisis económica y de las finanzas, por ser sistemática, nos afectó, provocando dificultades económicas y desempleo que obligaron al gobierno a tomar medidas severas. La corrupción endémica en el país se materializó en la Petrobras, envolviendo altos estratos del PT, y también de los principales partidos. Un juez parcial, con trazos de justiciero, apuntó casi exclusivamente en dirección al PT. Especialmente los medios conservadores empresariales consiguieron crear el estereotipo del PT con sinónimo de corrupción – lo que no es verdad, porque confunde una pequeña parcela con el todo. Sin embargo, la corrupción condenable sirvió de pretexto para que las élites ricas y sus aliados históricos tramasen un golpe parlamentario, visto que mediante las elecciones jamás triunfaría. Temiendo que ese curso volcado a los más pobres se consolidase, decidieron liquidarlo. El método usado antes contra los ex presidentes Getúlio Vargas y João Goulart (Jango) – el primero que se suicidó y el otro fue derrocado por un golpe de Estado – fue ahora retomado con el mismo pretexto: “combatir la corrupción” – la verdad, para ocultar la propia corrupción. Los golpistas usaron el Parlamento donde el 60% está sobre acusaciones criminales y faltaron el respeto a los 54 millones de votantes que eligieron a Dilma Rousseff.
Importa dejar en claro que atrás de ese golpe parlamentario se animaron los intereses mezquinos y antisociales de los dueños del poder, mancomunados con la prensa que distorsiona los hechos, socia de todos los golpes, juntamente con los partidos conservadores, con parte del Ministerio Público y de la Policía Militar (que substituyó los tanques) y una parcela de la Corte Suprema que, indigentemente, no guarda imparcialidad. El golpe no es sólo contra la gobernanta, sino contra la democracia con face participativa y social. Se intenta volver al neoliberalismo más descarado, atribuyendo casi todo al mercado que es siempre competitivo y nada cooperativo (por eso conflictivo y anti-social). Para eso, se decidió demoler las políticas sociales, privatizar la salud, la educación y el petróleo y atacar las conquistas sociales de los trabajadores.
Contra la presidenta no se identificó ningún crimen. De errores administrativos tolerables, también hechos por los gobierno anteriores, se derivó la irresponsabilidad gubernamental contra la cual se aplicó un impeachment. Por un pequeño accidente de bicicleta, se condenó a la presidenta a muerte, castigo totalmente desproporcional. De los 81 senadores que van a juzgarla, más de 40 son acusados o investigados por otros crímenes. La obligan a sentarse en el banco de los acusados, donde sus acusadores deberían estar. Entre ellos se encuentra cinco ex ministros.
La corrupción no es solo monetaria. La peor es la corrupción de las mentes y de los corazones, llenos de odio. Los senadores favorables al impeachment tienen la mente corrompida, porque saben que están juzgando a una inocente. Pero la ceguera y los intereses corporativos prevalecen sobre los intereses de todo un pueblo.
Aquí vale la dura sentencia del aposto Pablo: “la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad” (Romanos 1,18). Los golpistas llevaran en la frente, la señal de Cain, que asesinó a su hermano Abel. Ellos asesinaron a la democracia. Y la ira divina pesará sobre ellos.
*Leonardo Boff es ex-profesor de Ética de la UERJ y escritor.
--
Traducción: María Julia Giménez
Edición: ---