La operación Lava Jato, con el apoyo de los medios corporativos, instauró un ambiente de presión y rechazo que culminó con el golpe de 2016. Al mismo tiempo, suspendió los contratos de la Petrobras con contratistas y profundizó el desempleo en varios sectores de la economía.
En el lugar de la presidenta electa Dilma Rousseff (PT), entró el entonces vicepresidente Michel Temer (PMDB), que, desde su posesión, propone la eliminación de derechos de los trabajadores, la entrega de los recursos nacionales, y el debilitamiento de las empresas públicas y de las relaciones con los vecinos del continente.
Para analizar los impactos de la operación Lava Jato y las consecuencias para el continente, Brasil de Fato entrevistó al profesor Igor Fuser, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de São Paulo (USP) y docente de la carrera de Relaciones Internacionales de la Universidad Federal de ABC (UFABC). Ex-editor del periódico Folha de S.Paulo y de las revistas Veja y Época, Fuser es investigador en las áreas de política exterior brasileña, geopolítica de la energía, política en América Latina y política exterior de los Estados Unidos.
Aquí los mejores momentos de la entrevista:
Brasil de Fato: La operación Lava Jato está relacionada, de alguna forma, al clima de desestabilización del gobierno Dilma, a partir de 2014. ¿Usted considera que las investigaciones estaban orientadas para favorecer intereses imperialistas, o considera que el desmantelamiento de la industria nacional fue apenas una irresponsabilidad de los jueces y fiscales?
Igor Fuser: Es una pregunta bien difícil. Porque, para derrocar al gobierno Dilma, era necesario que se crease una situación de escándalo. Y ellos fueron a buscar ese escándalo en las relaciones que el gobierno brasilero mantenía con los carteles de las grandes contratistas - relaciones que siempre existieron en todos los gobiernos, no solo en ámbito federal, sino en muchos estados y municipios. Era algo de conocimiento amplio en la política brasileña, que hacía parte de la estructura del Estado.
La idea de que había una intencionalidad de destruir esas empresas, por el momento, es una teoría. No existe ningún elemento concreto que fundamente esa teoría. Es una idea que tiene sentido, tal vez, pero esa es una cuestión abierta. O sea, no hay como saber si había una intencionalidad del imperialismo norteamericano por destruir esa estructura, porque son empresas de gran tamaño, o porque eran el resguardo de la economía nacional. Pero yo no descarto esa hipótesis.
En relación a los países vecinos de Brasil, ¿usted podría enumerar las consecuencias más importantes de la operación Lava Jato, especialmente para aquellos que también tenían obras de las contratistas investigadas [Argentina, Brasil, Colombia, República Dominicana, Ecuador, Guatemala, México, Panamá, Perú y Venezuela]?
Ese tipo de relación entre empresa privada y poder público no es exclusividad de Brasil. Al extremo, se puede decir que es propia del capitalismo. Entonces, a medida que comenzaron las investigaciones sobre la Odebrecht y otras empresas que tenían obras en esos países, sobre todo de América Latina, era inevitable que hubiese repercusión por allá también.
Actores políticos que actúan en esos países usaron la información que venía de Brasil para colocar esas empresas y los otros gobiernos, también, en situación de escándalo.
Las consecuencias son semejantes a aquello que está aconteciendo aquí. Es claro que no tan graves como en Brasil, porque esas empresas no siempre tienen un papel tan estructural en la economía, o hasta porque el volumen de obras es menor.
Desde que asumió, el gobierno Michel Temer cambió la postura en relación a América Latina. En términos de políticas económicas, ¿cuáles fueron los cambios más inmediatos?
El gran cambio, en relación a América Latina, fue el abandono del proyecto de integración regional que había en los gobiernos Lula y Dilma.
El Mercosur tiende a quedar reducido a un conjunto de acuerdos comerciales, como máximo. La sobrevivencia dele está al sabor, ahora, de los intereses del gran capital y de las empresas transnacionales - que siempre se beneficiaron del Mercosur y que quieren continuar beneficiándose. Pero la idea del Mercosur como proyecto de desarrollo compartido, como instrumento de autonomía regional, todo eso acabó, fue descartado.
Iniciativas de integración regional como la UNASUR [Unión de Naciones Sudamericanas] y la CELAC [Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños] también están condenadas al limbo.
La UNASUR, por ejemplo, debe continuar existiendo como una entidad casi fantasma. La parte que debe quedar es aquella que interesa al gran capital, volcada hacia la construcción de vías de transporte, como carreteras, ferrovías e hidrovías, y para inversiones en minería y en el sector eléctrico. Y esa parte solo va a sobrevivir porque contempla los intereses del agronegocio y de otros sectores oligapolizados de la economía. Pero, fuera de eso, se va a volver un cascarón vacío, como la CELAC.
La prioridad de Temer es la integración completamente subordinada al centro del sistema capitalista internacional. Otra cosa muy grave es que, no solo las iniciativas de integración regional más articuladas van a ser retiradas de la agenda, sino que las posibilidades de cooperación más estrecha, de asociación de Brasil con países vecinos, deben desaparecer también.
Se instaló en América del Sur el “cada uno para sí”. Cada uno de estos países, Brasil y Argentina, con sus gobiernos de derecha, van a competir para obtener mayores ventajas en la relación con el Norte. América del Sur deja de existir como un actor en el escenario internacional. Se vuelve coto de caza del capital internacional estadounidense, europeo, japonés, además del chino. Es un territorio abierto, en fin, para todo tipo de incursión financiera de los países protagonistas en el escenario económico mundial. América del Sur deja de ser actor político para volverse un territorio a ser explotado, saqueado. Deja de existir con una voz propia, como una región dotada de un mínimo de identidad, de autonomía.
Y las consecuencias pueden ser hasta peores de lo que vimos en el siglo 20. Finalmente, el capital internacional vive una fase mucho más agresiva que 20 años atrás.
Usted concuerda con la interpretación de que vivimos el “fin de un ciclo de gobiernos progresistas”?
La palabra “ciclo”, en mi evaluación, es empleada de manera impropia. Primero porque da la impresión de que existen movimientos en la historia que están más allá de la posibilidad de interferencia humana. Se coloca un cierto fatalismo, que lleva al inmovilismo en última instancia.
Otra cuestión es que ese ciclo no se experimentó en todos los países. Colombia, por ejemplo, pasó al margen del tal ciclo progresista. Perú ensayó embarcarse en ese conjunto de gobiernos, mas optó por permanecer alineado a los Estados Unidos. Chile, a pesar de tener, al momento, el segundo mandato de Michelle Bachelet, que en el contexto chileno es considerada de centro-izquierda, en la práctica permaneció alineado a los Estados Unidos, con relaciones bilaterales, e, inclusive, se juntó al movimiento de linchamiento de Venezuela. Sin hablar de México…
De la misma forma, mientras que se habla del fin del ciclo progresista, la izquierda gana una elección en Ecuador. Entonces, las cosas no son así tan simples.
Venezuela está resistiendo. La situación por allá está por definirse. Absolutamente nadie sabe lo que va a acontecer. Hay un conflicto intenso con dos fuerzas que están colocando en la mesa todas sus cartas. En México, va a haber elecciones, y el candidato de la izquierda [Andrés Manuel] López Obrador está nuevamente con un chance bastante razonable de ganar. En Bolivia, el presidente Evo Morales sigue manteniendo mucho prestigio entre la población: el gobierno no está en proceso de deterioro, de desguace.
Pero, de alguna forma, tenemos un período que se está cerrando en la historia de América Latina. Un período en que le fue posible a la izquierda ocupar posiciones de mando dentro del aparato del Estado, en el Poder Ejecutivo principalmente, y eso fue aceptado por las clases dominantes y por el imperialismo. Muchos de esos gobiernos consiguieron desarrollar políticas públicas y llevar adelante sus gestiones, siendo encarados con cierta naturalidad como gestores del Estado burgués. Ese período, por lo que todo indica, se está acabando.
Las clases dominantes, articuladas con el imperialismo, no están dispuestas a permitir que eso siga aconteciendo. Están en una ofensiva para expulsar a la izquierda de los gobiernos, por medio de golpe, por vía electoral, por todo tipo de manipulación de la opinión pública y del sistema jurídico. Todo ese conjunto de instrumentos está siendo utilizado.
Y la cosa no termina ahí: no se trata simplemente de cambiar un gobierno de izquierda por un gobierno de derecha. El objetivo de las clases dominantes es destruir organizaciones políticas, destruir partidos, sindicatos, movimientos sociales y blindar las instituciones, blindar el aparato del Estado, para que no haya un retorno de gestores progresistas al Estado.
Y el discurso anticorrupción emerge, es claro, en ese contexto, como un instrumento clásico del repertorio político de la derecha.
Edición: Camila Rodrigues da Silva | Traducción: Pilar Troya