Después de 25 años de la masacre de Eldorado do Carajás – la peor de nuestra historia – hubo cambios, ciertamente, pero no para mejor.
Algunos cambios son dolorosos para mí. Personajes importantes del libro que escribí –La Masacre (Editora Record, 2019)– se han ido para siempre.
Otros cambios fueron sorprendentes, y en sentido negativo. En 2012, después de 16 años de impunidad, los dos policías militares que estuvieron al mando de la masacre, el coronel Mario Colares Pantoja y el mayor José María Pereira de Oliveira, fueron finalmente detenidos.
Al año siguiente el coronel comenzó a presentar solicitudes para, por motivos de salud, cumplir su condena bajo arresto domiciliario. A fines de 2015 incluso llegó a apelar ante la Corte Suprema.
Recibió una secuencia contundente de negativas. En 2016, veinte años después de la masacre, lo consiguió.
Lo más inquietante es que, en todo lo demás, muy poco cambió, y siempre para peor.
Nunca más hubo una matanza similar, es verdad. Pero casi: la mañana de un miércoles oscuro – la del 24 de mayo de 2017– estuvo muy cerca.
En Pau D’Arco, en el sudoeste del siempre sangriento estado de Pará, diez campesinos – nueve hombres y una mujer – acampados en las márgenes de la hacienda Santa Lúcia fueron asesinados de forma especialmente brutal por un grupo de 29 policías civiles y militares, entre ellos dos delegados y un coronel de la Policía Militar.
Sin embargo, hay unas cuantas diferencias entre esas dos violencias. Pero son diferencias que importan menos: lo que más importa es la macabra repetición de los hechos.
El abogado José Batista Afonso, de la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), recuerda que a mediados de 2017 había más de 160 campamentos de Sin tierra en las regiones sur y sureste de Pará.
Es decir: al menos 160 focos de tensión permanente, donde en cualquier momento pueden volver a producirse actos de violencia por parte de las fuerzas de seguridad pública que actúan como seguridad privada de los grandes propietarios de tierras que, en su inmensa mayoría, fueron adquiridas de manera ilegal.
Este es solo un retrato más de una realidad que permanece inmutable, condenada al silencio omiso de la opinión pública y a la desidia de las autoridades responsables por la cuestión agraria – dramático asunto.
Desde aquel ahora lejano 17 de abril de 1996 no ha habido ningún avance significativo en la reforma agraria, y, en la disputa por la tierra, la matanza desaforada continúa sin tregua por todo el país.
Tampoco ha cambiado la tenebrosa frecuencia con que se mata en Pará, que continúa liderando la lista macabra de asesinatos. Pero ahora, el número y la diabólica frecuencia de esas muertes aumenta en otros estados brasileños, especialmente Rondônia y Mato Grosso do Sul.
Y si con Michel Temer en la presidencia hubo un retroceso palpable en el tema de la legalización de los asentamientos de tierra, con la llegada de Jair Bolsonaro la posibilidad se borró de una vez por todas.
Si las grandes familias de la época de la masacre de Eldorado perdieron fuerza y poder, en su lugar han surgido grandes empresas, principalmente mineras. Así, la ocupación ilegal de tierras públicas apenas cambió de manos. Y contando con la omisión cómplice del actual gobierno, cuando no con el más claro incentivo, el cuadro solo se ha agravado. Retrocesos en la cuestión de la tierra, avances desmesurados en la destrucción.
Los estudiosos de la cuestión agraria en Brasil coinciden en un punto: el país tiene una de las estructuras de propiedad de la tierra más concentradas del planeta. Para Bernardo Mançano, profesor de la Universidad Estadual Paulista, la UNESP, se trata de una clara herencia del sistema colonial: “Uno por ciento de los propietarios tiene el 60% de las tierras”.
Incansable y obstinado luchador en las causas de los desfavorecidos, de los abandonados de siempre, el teólogo Leonardo Boff dice que los brasileños somos herederos de cuatro sombras que pesan sobre nosotros y que originaron y originan la violencia: nuestro pasado colonial violento, el genocidio indígena, la esclavitud, que según el es la más nefasta de todas, y la Ley de Tierras, que excluye a los pobres y a los negros del acceso a la tierra y los deja a merced del arbitrio de los grandes latifundios.
Esas sombras continúan nublando el horizonte y erosionando cualquier perspectiva de un futuro de justicia e igualdad.
Después de 25 años de la masacre de Eldorado do Carajás, los mismos troncos quemados de los castaños erguidos en círculo, allá en la curva do S, a la entrada de la Vila 17 de Abril, continúan grabados en el alma y en la memoria de los que luchan por el derecho a un pedazo de tierra
Clavadas en la tierra que es su última morada, permanecen las mismas 19 cruces en los cementerios de Curionópolis, Parauapebas, Marabá y Eldorado do Carajás.
La sombra de los troncos quemados y de las cruces plantadas en la tierra de Pará se extiende como inmensa mancha por todo este país.
Como lamento de los agraviados de siempre.
*Texto publicado originalmente en El País en portugués, con publicación en español autorizada por el autor.
Edición: Vivian Fernandes